miércoles, 3 de febrero de 2021

CRONICAS DE MAX MEZA ESTUPIÑAN

Por : Max Meza Estupiñan

Max es un peruano radicado en Alemania desde hace muchos años que promueve charlas científicas a través de las distintas herramientas virtuales para conocimiento de todos los latinoamericanos.

Max nació en ChIclayo y fue abanderado y Brigadier General de la Primera Promoción del Colegio Militar Elias Aguirre de esa ciudad.

Después de estudiar Administración en la Universidad de Lima, hizo estudios de especialización e Ingeniería de Sistemas y trabajó en ese campo durante varios años en varias empresas.

Se independizó y formó su  firma de consultoría empresarial donde desarrolló proyectos en diversas áreas, especialmente en empresas de la lista Fortune 500. 

Despues de haberse retirado emigra a Alemania donde continua asesorando empresas pero su interés principal es llevar a cabo proyectos de impacto social, especialmente para el Perú. El más interesante es un meetup de conversación en español (meetup.com/espanol-en-Hamburgo) que lo ha configurado como una plataforma de integración y desde el cual ha conseguido el apoyo para los otros proyectos; en ese grupo existen miembros que  aunque residen en Hamburgo provienen de más de 90 países;  la mayoría son jóvenes con altas calificaciones académicas y con ganas de aportar a la sociedad.

A continuación, Max nos regala dos de sus crónicas que son sentimientos reales de sus vivencias familiares.

FOTO 


PARA LA GORDITA

La encontré en el jardín. Estaba en su rincón, arropada por plantas y flores  con la facilidad que daban su dos añitos, agregando frescura a la frescura,  color al color. Estaba en su refugio -ese lugar que, desde que aprendemos a  caminar, nos reservamos en exclusividad para nosotros y que vamos  reinstalando en cada estación de nuestro andar-, y, como el rocío que salpica  los pétalos de una flor, pequeñas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.  La encontré en el jardín. Estaba en su rincón, arropada por plantas y flores  con la facilidad que daban su dos añitos, agregando frescura a la frescura,  color al color. Estaba en su refugio -ese lugar que, desde que aprendemos a  caminar, nos reservamos en exclusividad para nosotros y que vamos  reinstalando en cada estación de nuestro andar-, y, como el rocío que salpica  los pétalos de una flor, pequeñas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. 


Yo llevaba escondido en la palma de mi mano izquierda el ´"espejito mágico", uno de esos que  las mujeres tienen siempre en la cartera para la certificación privada y cuasi notarial de su  belleza. Mientras lo ponía delante de su carita, le pregunté ¿quieres ver la foto de  una niña feliz? Al mirarse reflejada, su primera reacción fue de sorpresa y luego de  diversión; se levantó, estiró sus bracitos y me estrechó, ahora contenta: la pena  quedaba atrás. 

El juego del espejo se convirtió en un protocolo familiar y remedio casi infalible   para atender casos de pena o de cólera, o, simplemente, recurso para jugar una   broma. Naturalmente, no faltaron las ocasiones en que el resultado fue como  echar más gasolina al fuego, pero fueron las menos. La receta funcionó y más bien surgieron   algunas variantes, siempre buscando la diversión y desafiando al ingenio. 

Son recuerdos que evoco sentado aquí en el parque. No sé hasta qué punto cosas como esas   preparan para la vida; quiero decir, un pequeño siempre asimila y, tal vez, una broma tan simple   como esa haga más que transmitirle cariño y le enseñe a mirar con esperanza la realidad detrás   de una foto, la vida detrás del espejo. 

Han empezado a llegar los niños y es un milagro que el parque sobreviva al paso de tantos  piratas, vaqueros, princesas, seres de otra galaxia y súper héroes, que protagonizan batallas en  las que nadie pierde pues el premio de la diversión alcanza para todos. Mi entretenimiento particular es ponerle nombre a cada película y no me aburro, pues todos los días son de  estreno. 

Mi esposa se ha quedado en casa leyendo y yo preferí salir a caminar. Hace varios meses que no vemos a ninguno de nuestros hijos y los extrañamos mucho. Aun cuando hoy en día es muy fácil comunicarse con cualquiera en cualquier parte del mundo, tratándose de los hijos lo que uno quiere es tocarlos, hacerles las mismas caricias que cuando eran niños, revitalizarse en su  compañía, vivir las fotos nuevamente. 

Mi hija mayor prometió visitarnos el mes pasado, iba a venir sola pues el trabajo de su esposo y  los colegios de sus hijos terminan todavía dentro de tres meses, pero, como ella quería vernos  ya, se pusieron de acuerdo para que se diera una corta escapada y nos visitara. 

Desafortunadamente, surgieron nuevos compromisos de trabajo y tuvo que postergar su viaje, no se sabe hasta cuándo. 

Es ahora mediodía, los niños y sus acompañantes se dan un buen respiro y están refrescándose, unos con helados, otros con gaseosas, todos manchándose la ropa como corresponde a un niño que juega: es parte del uniforme. Han pasado algunas horas desde que vi surcar el cielo los aviones que llegaban y partían del aeropuerto. Tomando en cuenta la distancia a nuestra casa y el tráfico de la hora, mi hija hubiera tenido tiempo más que suficiente para haber conversado con mamá, terminado el desayuno y, enterada de que yo estoy en el parque, salido a buscarme.  Esta ha sido la hoja de ruta mental que agregué a mi rutina desde que postergó su viaje y que repaso diariamente, como si se tratara de un conjuro. 

Sin embargo, hoy no es un día más: veo venir a una señora joven, linda, sonriente, que agrega color al color, frescura a la frescura; que, asombrosamente, se hace más pequeña mientras avanza hacia mí y, mientras yo acerco mi mano para limpiar las gotas de rocío que han caído sobre sus pétalos, ella, enseñándome lo que traía escondido en su manita, me pregunta:

¿Quieres ver la foto de un hombre feliz?

Hamburgo, noviembre de 2010 

Max Meza


CARICIA 

El cielo de Lima luce azul: ya no tiene ese „color panza de burro“, como lo bautizó uno de  nuestros más conocidos arquitectos.  

Mi padre y mis hermanos acompañan a mi madre en el salón; yo, como hijo hombre mayor,  recibo a los amigos que desde temprano comenzaron a llegar. 

Acompañado por su esposa, se acerca Antonio, tan reputado académico y consultor de  empresas como autoproclamado agnóstico. Luego del saludo me observa sorprendido – siento que más con ojos de sicólogo que de amigo-, y, al pasar, me dice: “pero tú estás  contento”. Lo observo mientras ingresa, y recuerdo tantas conversaciones nuestras en las  que casi siempre le comento que, después de tanto tiempo trabajando con las ciencias, me  extraña cada vez más lo paradójico de, por un lado, ver aplaudir con entusiasmo, por su  genio creativo, al inventor de un artilugio y, por otro, remitir escépticamente a una tirada de  dados el orden natural que nos rodea. 

La verdad es que Antonio tiene razón, me siento contento desde que recibí la noticia. Estaba  trabajando en la computadora cuando llegó la llamada de larga distancia, de mi hermana  mayor. Tratando de quitarle dureza al mensaje –pienso-, me lo dijo en inglés: “mamá passed  away”. Mi reacción no fue de tristeza sino de alegría, pero no cualquier alegría, sino de una muy profunda, de esas que se sienten cuando nace un hijo, cuando te dicen “yo también te  amo”, fue como si, en vez de mi hermana, la llamada hubiera sido de mi propia madre  diciéndome “no te imaginas lo bien que estoy”. Así fue. 

Las ceremonias han terminado y estamos de vuelta en mi casa; afortunadamente, no ha sido necesario recurrir a hoteles ni a casas de amigos y, de esa manera, le hemos quitado espacio  a la soledad. Aprovechamos para ponernos al día; mi padre está tranquilo y muy distraído con los nietos: es la primera vez que los tiene a casi todos juntos y no quiere desaprovechar la ocasión de engreírlos.  

Los retornos empiezan muy pronto: en Lima sólo vivimos mi hermano menor y yo.  Desandamos el camino al aeropuerto y ahora los abrazos son de separación, volvemos a lo nuestro y toca asimilar la certeza. Sabemos que la fortaleza que se construyó por unos pocos días se ha desmantelado y que cada uno deberá librar solo su combate, hacer su propia lectura, incorporar esas nuevas notas a su propio pentagrama. La vida continúa: todas las vidas continúan. 

Ha pasado un mes.  

Hoy es domingo y, luego del momento central de la celebración, estoy de vuelta en mi sitio.  De pronto, me invade una gran desazón, me siento muy triste, pero eso no dura casi nada: una voz de mujer me dice “no te preocupes hijito”; miro a mi alrededor y no hay nadie cerca, pero no busco más, pues, como antes, como siempre, esa caricia me devuelve la alegría. 

Max Alfredo Meza E. 

Hamburgo, noviembre del 2010







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