Por :
Cesar Hildebrabdt P.T
La semana pasada denuncié que la
mafia había dado un golpe de Estado y que al presidente Vizcarra “le faltó
pueblo, garra, cojones, brillos, asesores, planes y sinapsis” para evitarlo.
Hoy tengo que tragarme esas palabras.
Nada me complace más que saborear esa deglución remordida y reconocer que
Martín Vizcarra hizo esta semana lo único que cabía hacer ante la embestida del
aprofujimorismo, esa alianza forajida que hizo del Congreso un muladar.
Vizcarra intentó, ingenuamente y
hasta el último momento, negociar, conversar, llegar a acuerdos mínimos. Confió
en Salvador del Solar y este trató de obtener una agenda mínima de consensos.
Nada pudo lograr. Un partido que procede de saqueadores autoritarios, como es
Fuerza Popular, y otro que proviene de los grandes asaltos a caudales públicos,
como es el Apra, no eran interlocutores confiables. Y lo demostraron.
Cuando la Comisión de Venecia todavía
estaba en Lima, vino la orden desde el penal de mujeres de Chorrillos: el
proyecto de adelanto de elecciones debía encarpetarse ¡ya!
¿Pero eso no debía hacerse en un
pleno? ¿Pero no debían antes esperar el informe de la mismísima Comisión de
Venecia?
-¡Carajo! -dijeron desde la prisión.
¡Esas son formalidades que no deben tenerse en cuenta!
Entonces, Rosita Bartra encarpetó el
proyecto, impidió que hablaran quienes se le oponían en la Comisión de
Constitución y, en medio del escándalo, cerró el trámite en tiempo récord. El
diario “Expreso”, vocero de la derecha más vieja y del fujimorismo de toda la
vida, tituló, triunfante: “Jaque Mate: Congreso hizo la única jugada que le
quedaba contra el Ejecutivo”.
Vizcarra había recibido el enésimo
mensaje del poder aprofujimorista, ese dúo penitenciario que tomó el Congreso
no para producir legislatura sino para demostrar poderío y soberbia y sabotear
las reformas propuestas desde el Ejecutivo y la lucha contra la corrupción
empeñada desde el Ministerio Público.
Total, habían echado a Kuczynski.
¿Qué se creía el mestizo y provinciano Vizcarra? ¿Que él podría salir del yugo?
¿Qué no pasaría por la sumisión, el agachamiento, que no pagaría el delito de
estar en Palacio que debía ocupar la hija de quien pudrió el país? ¿Qué se
creía el mestizo y provinciano Vizcarra? ¿Que él podría salir del yugo? ¿Que no
pasaría por la sumisión, el agachamiento, que no pagaría el delito de estar en
el Palacio que debió ocupar la hija de quien pudrió el país?
Hundido el proyecto del adelanto de
elecciones, quedaba el siguiente paso del asalto final: el Tribunal
Constitucional.
A Marianella Ledesma le ofrecieron
quedarse si votaba por la libertad de Keiko. No aceptó. Había que sacarla.
Había que expulsar también a Espinosa-Saldaña, otro réprobo. Por eso el apuro
de infectar con su gente el TC.
No sólo era la libertad de Keiko la
que estaba en juego. En nuestra pasada edición, Alonso Ramos describió por qué
el TC era vital para el aprofujimorismo. Si Vizcarra se atrevía a cerrar el Congreso,
lo primero que vendría –señalaba la premonitoria nota- sería una demanda
competencial ante el TC, una apelación ante la OEA y una denuncia por delito de
rebelión. Todo lo que el gamonal Olaechea, señor de sus viñedos, ha anunciado
en estos días.
Volvamos al lunes histórico. El
presidente de la república, convencido de que su destino era el basurero si
asistía pasivamente al golpe de Estado metastásico impuesto desde una celda de
Chorrillos, se jugó entero.
Y fue Salvador del Solar, que esta
vez estuvo a la altura de las circunstancias, quien logró colarse en la sentina
congresal para plantear, en los diez minutos que le cedió Gino Costa, la
cuestión de confianza.
Para llegar a eso el primer ministro
tuvo que aceptar la humillación de una puerta cerrada durante más de una hora,
las advertencias de Olaechea, la zafiedad de la Chacón, las amenazas de la
Alcorta en una escena sin precedentes y que, probablemente, no volveremos a ver
jamás.
En fin, la cuestión de confianza
estaba allí, dramáticamente formulada en menos de los diez minutos concedidos y
a la espera de una respuesta.
Fue en ese momento que el fujimorismo
cometió el peor error de su reciente historia.
Rosa María Palacios lo ha explicado
para los profanos en derecho: “Discrepo con el presidente Vizcarra sobre una
negativa exclusivamente fáctica de la cuestión de confianza. Esta también fue
jurídica. Antes de poner al voto el nombramiento de Gonzalo Ortiz de Zevallos,
el Congreso votó una cuestión previa. ¿De qué se trató? De decidir si el Congreso
atendía la cuestión de confianza presentada por él presidente del Consejo de
Ministros de forma inmediata (como fue solicitada) o si se rehusaba a atenderla
y continuaba con el proceso de nombramiento de magistrados. La cuestión se puso
al voto. Y 80 congresistas dijeron “no”.
Sus nombres quedaron en la pantalla.
Fuerza Popular, sus aliados y la vicepresidenta se rehusaron a atenderla
cuestión de confianza. Uso el verbo “rehusar” intencionalmente. No sólo porque
eso es tácticamente lo que hicieron sino porque es el verbo exacto que usa la
Constitución en el artículo 133 cuando dice: “si la confianza le es rehusada...
se produce la crisis total del gabinete”. ¿Se votó o no se votó? Se votó. Y
Salvador del Solar... perdió la votación y por mucho”.
Horas después, ante el aviso de que
Vizcarra estaba dirigiéndose al país, el Congreso capturado por el crimen
simuló una repentina aceptación de la cuestión de confianza con 50 votos a
favor. Ya era tarde. Como dice Palacios: “La primera negativa era suficiente
para que Salvador del Solar presentara su renuncia como le ordena la
Constitución. Así lo hizo. El presidente Vizcarra solo tenía que decidir si
usaba o no la facultad que le daba la Constitución en el artículo 134. La usó.
¿Cuál es el golpe de Estado si ellos mismos votaron para que cayera el gabinete
Del Solar? La disolución del Congreso es la consecuencia directa del voto de
más de 80 congresistas”.
-Es un golpe de Estado -dicen los que
aplaudieron el auténtico golpe de Estado del 5 de abril de 1992 (la CONFIEP, la
prensa que echa de menos a Fujimori, los “constitucionalistas” allegados a la
mafia, los jurisperitos asustados por el “riesgo institucional”, los
“analistas” que siempre demostraron ser benévolos con los desmanes del
Congreso.
Por supuesto que lo que ha pasado no
es un golpe de Estado. El verdadero golpe de Estado fue el que, tras perder las
elecciones por un puñado de votos, decidió dar Keiko Fujimori el día en que
anunció al país que, desde el Congreso, iba a cumplir con su programa de gobierno.
Y eso fue lo que hizo ante la
debilidad culposa y trémula del señor Kuczynski. Y eso fue lo que quisieron
hacer ahora. Lo que pasa es que Vizcarra no quiso pasar a la historia como un
pobre diablo y dijo, a última hora, en los descuentos, ¡basta! No es que la
disolución constitucional del Congreso sea una medida popular.
Eso, siendo importante, no basta. Es
que se ha hecho respetando lo trazado por la Constitución. Vizcarra no ha
querido ser aquel Belaunde Terry que fue devorado por el Congreso
apro-odriista.
-Soy un demócrata-decía don Fernando,
explicando así por qué no hacía uso del derecho constitucional que le hubiera
permitido convocar nuevas elecciones parlamentarias ante la retahíla de
censuras a ministros dictadas por la malhadada coalición de la derecha
fisiocrática de aquel entonces. Todo eso terminó en un verdadero golpe de
Estado, el de los militares reformistas que terminaron devolviéndole el poder,
en 1980, a quien habían derrocado en 1968.Se trata de la primera disolución del
Congreso no realizada por un gobierno de derechas sino por uno de centro.
Siempre fueron los sectores conservadores los que irrumpieron en el hemiciclo y
apresaron o exiliaron a quienes encarnaban alguna herejía popular.
Dicen los socios tácitos del
fujimorismo que Vizcarra es un dictador. Se trataría de un dictador muy
original. Uno que propuso recortarse el mandato, uno que convoca a elecciones
legislativas para enero, uno que no podrá reelegirse, uno que permite que Pedro
Olaechea lo insulte todos los días, uno que no espera nada de la prensa (y
mucho menos de la tele, masivamente contaminada), uno que no envía recados al
Tribunal Constitucional, uno que no ha tocado ni el Poder Judicial ni el
Ministerio Público, uno que no dijo ni palabra cuando su vicepresidenta “juró”
como presidenta de la república en el Congreso disuelto (cargo que mantuvo
durante 20 horas y al que renunció despavorida).
La auténtica dictadura era la del
Congreso. Y ese era un régimen dedicado a defender a las universidades de las
fachadas falsas, a los congresistas delincuentes, a la industria de alimentos
que se negaba a los octógonos, a los financistas encubiertos de los partidos
políticos. Vivíamos la intolerancia procaz de un Congreso cuya Comisión de
Ética se hacía de la vista gorda cuando de sus compinches anaranjados se
trataba o de comisiones investigadoras que declararon la santidad de Alan
García y Keiko Fujimori, sus dos implícitos patrones. Sufrimos el espectáculo
de un Congreso en el que Becerril era una estrella de la oratoria y la señora
Bartra una experta en derecho constitucional, cuando la realidad es que ambos
eran títeres de quien padece prisión por haber entorpecido la justicia y
ordenado amedrentar a testigos del lavado de dinero organizado por Fuerza
Popular.
No nos hemos librado de esta gente.
Pero, por lo menos, ya no están en el Congreso donde alguna vez, en años
pasados, destacaron la política, la decencia y hasta el brillo intelectual. La
mejor imagen de esa fauna congresal que hoy gimotea por lo perdido y sigue
amenazando a quienes se lo arrebataron en nombre de la Constitución es la de la
excongresista fujimorista Esther Saavedra. Será imborrable su grito: “Yo estoy
aquí por mi plata”. Tiene razón. Por su plata estaba allí. Por lo menos fue
sincera.
¿Qué debemos esperar ahora? Haría mal
el presidente Vizcarra si cree que el país le ha dado un cheque
en blanco. Haría muy mal la izquierda
si supone que es hora de patear tableros y plantear refundaciones.
La disolución legalista del Congreso
obliga a Vizcarra a actuar con mucha cautela sobre tres puntos que bien podrían
ser la agenda pos disolución. Quizá lo que la gente común espera es que el
sistema de justicia siga funcionando y que la campaña contra la corrupción no
se vea entorpecida. La consolidación de la reforma política y electoral -una
que impida que 27% de los votos se convierta en el 65% de las sillas
congresales- es otra tarea urgente que habrá que acometer en consonancia con
los partidos que acepten integrarse al debate. Y el tercer punto es hacer
ajustes en la economía, hasta hoy sometida al Vaticano liberal que encamaba el
señor Oliva. Habrá que oír nuevas voces, propuestas razonables de otro linaje.
El concepto del mercado arbitral debe salir ileso, pero la diversidad
productiva, las tasas de interés y los programas sociales redefinidos no son
incompatibles con el marco constitucional de 1993. Es hora de probar sin
temeridades, de renovar sin miedo, de apostar también por la gente.
En cuanto a Olaechea y sus secuaces,
que sigan su comedia. La verdad es que son involuntariamente cómicos.
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